
Desde siempre ha resultado un clásico la idea de que para acudir a una psicoterapia es necesario padecer un trastorno mental o psiquiátrico que aleje a la persona de lo que común y vulgarmente se considera normalidad, entrando en el ámbito de lo patológico. Creencia que genera cierto estigma social incluso en estos nuevos días de progreso respecto a lo que consideramos salud mental.
Lo cierto es que a día de hoy no se ha establecido una objetiva y empírica vara de medir que indique qué es lo normal y qué es lo patológico. El indicador más fiable podría ser la valoración subjetiva que una persona pudiera hacer acerca de su desarrollo biopsicosocial. Es decir, la determinación de una persona acerca de que sus síntomas provocan un malestar significativo, deterioro o limitaciones en el ámbito social, laboral u otras áreas importantes de la actividad del individuo. Dicho esto, el segundo indicador más fiable podría ser esta misma valoración subjetiva por parte de personas cercanas y queridas por la persona que sufre.
Es cierto que existen trastornos mentales con sus propios criterios diagnósticos establecidos por la comunidad científica, actualizados año a año para ajustarlos a las nuevas realidades que acontecen al ser humano. Estos cuadros una vez diagnosticados cuentan con sus propios tratamientos avalados científicamente, cuyo objetivo sería dejar de cumplir los criterios diagnósticos y lograr la rehabilitación o paliar los síntomas para que la persona pueda tener una vida lo más ajustada posible a su ideal de bienestar.
Sin embargo, las personas podemos sentir malestar, sufrimiento, frustraciones, limitaciones, deterioro e infinidad de experiencias desagradables sin llegar a cumplir los criterios que indiquen que padecemos un trastorno mental “de manual”. Por lo tanto, el abanico de personas que pudieran beneficiarse de una psicoterapia es muy amplio, por no decir que todo individuo en algún momento de nuestras vidas pudiéramos hacerlo.
Toda persona, en nuestra sociedad, va atravesando diferentes etapas vitales a medida que crece y se desarrolla. Estas etapas conllevan duelos, en el sentido de que dejamos personas, hábitos, estilos de vida, preferencias, etc. atrás y tenemos que adaptarnos a cumplir nuevos roles para los que entre cambio de etapas podemos sentirnos ineficaces y debemos empezar a cumplir nuevos objetivos siendo inexpertos. Lo cierto es que la vida lleva implícita, en algunos momentos, el llamado vacío existencial, momentos en los que no nos reconocemos, no sabemos muy bien qué caminos tomar o debemos tropezar para saber cómo transitarlos
Por no hablar de que no siempre las condiciones ambientales y genéticas son óptimas para el desarrollo biopsicosocial. Todo ser humano debe pagar ciertos “peajes” que suponen situaciones problemáticas que escapan a nuestro margen de maniobra, que no dependen de nosotros.
Por lo tanto, existen múltiples objetivos por los que una persona puede acudir a una psicoterapia, más allá de los tratamientos establecidos para los trastornos mentales y
psiquiátricos diagnosticados. Ya sea aprender y desarrollar herramientas para un funcional afrontamiento de la ansiedad, depresión o cualquier otro tipo de sufrimiento; conocerse más a una misma en profundidad, apreciando las potencialidades innatas y relativizando las limitaciones; conversar acerca de aspectos de la vida que se hacen imposibles compartir con otras personas; recibir apoyo y sostén emocional; establecer una perspectiva más global y pragmática acerca de la problemática cotidiana para poder llegar a conclusiones más realistas; elaborar experiencias traumáticas; dar significado incluso utilidad a ciertos sufrimientos; entender cómo funciona la mente humana; etc.
En definitiva, el objetivo final de toda psicoterapia se basa en tratar de gestionar de manera más eficiente los problemas que conllevan malestar psicológico, con la ayuda de un especialista.